Eduardo Parra se supera otra vez...
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Harto de ver cómo se maltrata al fotógrafo, se minusvalora su trabajo y desprecia su formación, un día cualquiera decidí vivir mi vida haciéndoles a los demás lo que los demás hacen con nosotros, los fotógrafos. Todo lo que sigue es, por supuesto, una historia real. O no.
El día empezó con ruido. Por lo visto mi vecino estaba de obras, así que me acerqué a cotillear un poco. Era el fontanero, que arreglaba las tuberías de la casa adyacente. Fui al profesional y le pedí que me arreglase un grifo que goteaba, pero el muy caradura no sólo dijo que lo haría cuando acabase con lo que tenía entre manos, sino que encima me cobraría por ello. ¿Cobrar por aquello? Le insistí, a ver si desechaba tan absurda idea. Total, ya estaba allí y no le costaba nada girar una rueda y apretar un botón. Pero no le vi muy convencido de ello.
Para quitarme el mal sabor de boca de la negativa del fontanero –menudo vago- me bajé a la pastelería. Había un buen surtido de tartas, pero no conocía al pastelero. Legítimamente escéptico respecto a la calidad de su repostería, le informé de que me llevaría una y me la comería en casa. Y si estaba buena, ya bajaría a comprar más. Otro día, si eso. Se rió estentóreamente, pero cuando empecé con toda naturalidad a envolver uno de sus pasteles para llevármelo a casa su semblante se tornó más bien sombrío mientras me sujetaba la mano y me invitaba a salir por donde había entrado.
Compuesto y sin tarta me fui al peluquero. Cuando me estaba explicando las tarifas le di el alto. Me parecía estupendo que me cortase el pelo, pero de pagar, nada de nada. Le propuse como contraprestación recomendar sus servicios cuando mis amigos me preguntasen. Al peluquero no le agradó la idea. Y mira que es raro, porque mi publicidad, aunque yo no sea nadie, es muy valorada.
Mis pasos en ese día aciago me llevaron a tomar un café. Casualidades de la vida, me crucé con un prestigioso escritor. A él me acerqué con la intención de intercambiar un par de palabras, y en efecto charlamos unos segundos. No pude evitar ver con cierta envidia el portátil de última generación que usaba, y entonces lo vi claro y le dije -intentando no parecer un lameculos- que con ese pedazo de ordenador era lógico que escribiera novelas de éxito. No debió sentarle bien el café, porque el escritor escupió justo cuando se lo estaba bebiendo. Cerró el ordenador y me dejó con la palabra en la boca. Esos artistas, siempre tan maleducados.
Estaba cansado de andar y decidí tomar un taxi. No me gustó: era más ruidoso que otro taxi que cogí ayer. Disimulando la lógica decepción, le dije al taxista que debería cambiar de coche por uno menos ruidoso. Se rió y me dijo que casi no hacía ruido, que era un coche con apenas año y medio. Y era cosa cierta, pero le respondí que aquel otro taxi tenía sólo dos semanas y hacía menos ruido aún. No pareció hacerme mucho caso, pero al menos demostró ser un tipo majo: al darme el recibo me sugirió muy amablemente que fuera a tomar vientos. ¿Un nuevo cóctel? No tuve tiempo de preguntárselo porque –sorprendentemente- me conminó a bajar a un kilómetro y medio de mi casa.
Mientras apuraba ese kilómetro y medio hice una parada en el circuito del barrio. Allí estaba, como siempre, Fernando Alonso conduciendo un Ferrari. Le pedí que me lo dejase, y el muy rudo va y me dice que no lo voy a saber conducir. ¡Pero si yo tengo carné B! ¡Que tengo un Opel Corsa, colega! Menudo bicho raro. Si a fin de cuentas un coche es un coche.
Fernando me puso de mala leche. Pero se me pasó cuando vi que había un incendio en mi calle. ¡Con lo que me gustan a mí los saraos! Saqué el extintor que siempre llevo encima y allí que fui raudo y veloz a apagar la cuota de fuego que como vecino me tocaba. Y va un bombero y me pregunta que qué demonios hago. ¿Se lo pueden creer? El muy indeseable no sólo no se movió un pelo para dejarme pasar, sino que cuando intenté meter el codo para colar un poquito mi extintor se encaró conmigo de muy malos modos y alertó a gritos a la policía. ¡Será cretino! Ni que el fuego fuera sólo suyo.
Cuando llegué a casa la mujer de la limpieza estaba recogiendo sus enseres tras haber terminado su faena en el portal. Saludé amablemente y le llamé la atención acerca del brillo del mármol, explicándole –paciente y cariñosamente- que hubiera sido mejor utilizar cera de unicornio en lugar de cera para mármol. No me hizo mucho caso. Debía estar cansada. Y me dio pena que no lo hiciera, porque si de algo sé yo es de limpieza, que he visto muchos portales limpios.
Creo que valia la pena compartirlo